Monumento a Isabel la Católica
Navalcarnero (Madrid)
LA REALIDAD ARTÍSTICA DE
SALVADOR AMAYA
Cuando contemplamos la obra de Salvador Amaya, comprendemos
la frase del gran dramaturgo inglés William Shakespeare: “Estamos
hechos de la misma sustancia que los sueños”. Sí. El contemplador
de su obra ve reflejado por doquier un mundo lleno lleno de
sensibilidad, bien percibido por los sentidos, que provoca
sentimientos de placer, sentimientos de ensoñación.
No se han acallado aún las voces protagonistas del Quinto
Centenario de la muerte de Isabel I de Castilla, cuando meditamos
quedamente sobre los eventos llevados a cabo con motivo de tal
efeméride. No son pocos los monumentos erigidos en honor de la
Reina Católica a través de los siglos, pues ya eran 83 los anotados
para mi obra “Iconografía de Isabel la Católica”, a los que han
venido a sumarse los alzados en este último año en Medina del
Campo, Arévalo, Alcalá de Henares, Navalcarnero… En esta
última ciudad, la que bien podríamos significar como “verdadero
museo al aire libre” por su treintena de monumentos repartidos por
sus jardines y calles, plazas y avenidas, advertí en su parque de San
sebastián un sobrebio Monumento a Isabel la Católica maravillosa
metáfora esculpida en bronce-, fruto del dominio creador del artista
madrileño Salvador Amaya.
Tal impresión me causó la obra, que retorné al lugar para observar,
una y otra vez, tamaña maravilla. Como bien diría José Manuel
Caballero Bonald, podemos “preguntarle cosas a esa escultura y ella
nos contestará del mejor modo posible”. Yo diría que no hay el
menor exceso en esa transfiguración artística de la realidad
conseguida por Amaya. Nada gesticula, nada palmea, nada
vocifera. La belleza brota de un esfuerzo constante, de un trabajo
tenaz y una conciencia diáfana, forjada en sublimes ambiciones
elegantemente asumidas por el rigor. En su obra todo parece
obedecer a una calculada y exacta remodelación de la naturaleza
alentada con sustratos poéticos.
No es parco el monumento, pues la figura de Isabel mide 3,50 m., y
cada una de las cuatro restantes: Boabdil, El Gran Capitán, Colón
y Cisneros, 2,20 cada una, que con las dos peanas o plataformas
conforman un monumento de 7,00 m. de altura. Los bronces todos
se articulan de tal forma que su resultado es un equilibrio
impecable. Cada figura representa un fragmento de la Historia, y
esos cuatro fragmentos ensamblados por la figura de Isabel,
compendian y consolidan la etapa más gloriosa de nuestra historia.
Salvador Amaya dice que él manifiesta sus sentimientos por medio
de la escultura y que, cuando concibió a la Reina, la imaginó como
ejemplo a seguir, como ideal de mujer, como ídolo universal. Su
cuerpo –vestido con su túnica de unidad de España-, firme y
apoyado en la cruz, divisa de nuestra cultura y raíces cristianas, se
presenta afable, con rostro expresivo y mirada serena; serenidad que
es fiel reflejo de su paz interior conseguida con su tozudo y porfiado
trabajo en pro de España y de la humanidad toda. Es una escultura
acogida a los más estrictos cánones del arte clásico, más no diría yo
que es una obra clasicista. Y es que el arte escultórico, en manos de
Salvador Amaya, puede rectificar la misma vida. Sus modales
escultóricos tienden a depender de una pasión, empero debo
subrayar que tienden a depender de una pasión, más una pasión
controlada por el conocimiento del oficio. Y es que lo más oculto él
lo deja bien manifiesto, tan manifiesto que no deja duda alguna a
falsas interpretaciones.
El mármol y el bronce entran en el estudio de este genial artista con idéntica disciplina y con
franciscana sumisión para salir del mismo transformados en magistral lección de puro arte.
Aseveración avalada por las cuatro figuras antes mencionadas, además de tantos otros
monumentos salidos de sus manos: Peregrino, Valle-Inclán, Julio Robles, Juan XXIII, San
Josemaría Escrivá de Balaguer, Antonio Buero Vallejo, Constitución, Libertad, San Francisco de
Asís o los cuatro Bustos de Juan Carlos I. Muy a tener en cuenta: en Isabel la Católica no existe
porción alguna de agresividad y en la factura de la imagen el realismo alcanza la elegancia más
supina y la vida plena aparece esplendente en los gestos, tan lejano de lo extravagante, que los
convierten en comunes. No debemos caer en la fácil y generalizada tentación de comparar la obra
de Salvador Amaya con la de otros tantos artistas puesto que la suya es plenamente propia,
original, personal que la diferencia de las demás. Su todavía corta edad no le resta méritos y
conocimientos: sabe de la figura humana, masculina y femenina, de las formas y volúmenes, y
acierta en cada momento a darles el sentido místico y poético necesarios para que la obra sea la
auténtica y real obra de arte.
Cuando escuchas a Salvador imaginas que ocupa una cátedra respetable, desde la que transmite
de manera sencilla y pedagógica la realidad de las cosas, o de los pensamientos. Vemos cómo sus
obras tienen vida propia, se independizan del autor y componen un mundo nuevo de emociones y
sentimientos, uno de cuyos mayores éxitos es la simplicidad con que puede el espectador captarlos,
sin aprieto de recurrir a vacilantes interpretaciones.
Con sinceridad creo que estamos ante la figura no de un futuro artista, sino ante la presencia de
un artista consagrado. Y bien pudiéramos aplicarle aquello que Alonso Cano dijo a un oidor de la
Chancillería de Granada: “Oidores puede hacerlos el rey del polvo de la tierra, pero sólo Dios se
reserva el hacer un artista como Salvador Amaya”.
Luis F. Leal
Publicado en la Revista de la Casa de Castilla-La Mancha en Madrid
Nº 17 Diciembre 2005